A PROPÓSITO DE JOSÉ MANUEL VELASCO:
LA PINTURA COMO FUERZA CÓSMICA

Llama sólida, denso el gesto con la agilidad de lo intenso en la lengua de una cobra: La materia se contrae, se expande en la deriva de las galaxias; rebosa. ¿Por qué no la carne, el arquitrabe, el rostro, una bóveda, una flor azul de negra o una sola flor roja? Extenuada de sueños, afilada de garra, desgarrando telúrica la redoma de las formas. Arde el mar, las sinuosidades del alma, la fuerza más honda; Y el pincel desaparece: Tan sólo el dedo, la mano verdadera, se adentra en la materia, reconstruye el color, le da forma, lo denuncia salvaje y sinfónico. Nunca lo doma. Lo quiere intacto, rápido y espeso como el semen más cálido. A veces dionisiaco. A veces de Gólgotha.

La catedral, vientre mineral, desnudo el gesto de llamas en el bosque del cuerpo. Y la mano con su vuelo de azor, impregnada en color, en gesto, transverberando muros en el magma de lo que irradia, se crea y se destruye, matérico e inmenso. ¿Es esto pintura gestual, grito fauve, mero expresionismo, o Elán vital, como quería Bergson? ¿Acaso no es también, y aún más, pura fuerza telúrica, espiritualidad de lo hondo, una forma de concebir el cuerpo y sus espacios sagrados como continuidad de lo que lo impregna de vida, de fuerza tensional de aquello que es lo auténticamente interno? Porque, si despegamos las etiquetas, aparece intacto en cada cuadro el puro impulso de la creación, el soplo primigenio, cósmico y pulsante, a caballo entre el volumen de la pintura y el desgarramiento ascensional del espacio, entre lo apenas figurativo y las riberas de la abstracción más lujuriosa. Y es que Velasco tiene lo que en poesía llamamos auténtica Voz Propia. No es la suya precisamente la voz del epígono, sino la del maestro. El mismo es pura energía en movimiento. Vitalidad suma y acogedora, y su pintura tiene siempre el eco resonante de lo grandioso, de la terrible y bellísima “terribilitá” de estar vivos y en y con éste, y no otro, cuerpo.

Porque, con él, la carne se desdobla ante nosotros en “Guardián de los sueños” y los genitales explotan, se multiplican de escorzos subliminales ante nuestros ojos, borrachos de color. Y palpita y se adensa lasciva y repleta de “energeía”. La carne. el rostro, el cuerpo, son vida, muerte y experiencia onírica e infraconsciente al mismo tiempo. Velasco explora los límites de los diferentes niveles de conciencia por la que transitamos todos, con cada propuesta, y el rostro o el cuerpo se hace múltiple en el espacio (Un espacio que yo llamaría, siempre interior, aunque esté presente también como espacio pictórico), los perfiles se desajustan, se tensionan y abren como la pulsión, y arden los ojos y los párpados, la piel toda irradia como “Una flor de metano”, cancerígena y terrible con el crecimiento voraz del color. Es el rostro que se nos oculta ante el espejo, el substrato de nuestra sombra interna y de nuestra luz, la auténtica verdad interior, que nos conecta de redes invisibles a la materia toda del cosmos, como al animal o a la flor. Parte de la misma fuerza que impulsa a los púlsares, que remueve caudales de olas y resquebraja el “Síal", magmática y materna, en múltiples paisajes para el viento, el agua y la luz. Fuerza que es materia ascensional y constante y que anima todo cuanto constituye el universo, sin que la inane cotidianidad nos permita adentrarnos en las aguas cordiales y oscuras de su “Hamma”.

“Hammam”, que, como la catedral, es también cuerpo andrógino y semimístico que nos acoge los ojos de visiones de lo amniótico, de esa espesura tactil de redoble en la sangre que tienen las hojas y las aguas y las piedras , esa redondez de vientre materno, de fluir heraclitiano, reclinados en el goce de lo sagrado del propio cuerpo. Cuerpo, que en Velasco, no es canon, ni medida, sino resumen de lo cósmico, Microcosmos lábil y vívido, conectado por ligámenes más que umbilicales a todo el que suponemos erróneamente Cosmos exterior. Porque en la obra de Velasco hay una auténtica mística de la materia. Una exaltación exultante, más allá del dolor y de la constancia de lo efímero, de lo que existe y pervive, atemporal por ser puro instante congelado para siempre gracias a su mano y a su visión interior. Mística de la materia que es también cosmovisión, yo diría que visionaria en la más noble acepción del término, porque gracias a esa visión de lo grandioso que anima toda su obra, los demás podemos ver, con ojos renovados, todo lo que por naturaleza de nuestra propia especie, nos está vedado ver, y otros animales, sí que perciben, con sus ojos facetados, floculados, enigmáticos e intensos .Velasco tiene un don , y lo comparte ; el puede ver y palpar toda la enorme belleza de la materia y del mismo “Kosméin” como tal. Belleza que no es “Stasis”, sino proceso, que, repito, es también fuerza, Elán y espíritu matérico a la par.

Y ahora, por fin el rostro. Esa carne palpitante que recubrió un día la amada calavera de Yorick , para los ojos adolescentes de Hamlet. Esa máscara, que es “prosopon”, que nos hace “per se una”, que nos identifica para siempre como la página donde el transcurso de la vida imprime rotundo su densa caligrafía. Rostro que se multiplica y deshace en haces de fuerza. Ojos que son bocas. Bocas que son montañas y a la vez simas. Ojos como flechas o como heridas. Porque lo que Velasco cuenta de nosotros, no es nuestra mera apariencia física, sino la terrible torsión desgajada ya de la materia de nuestro cosmos interior ardiendo de témpanos y llamas vivas. Y lo hace libidinalmente, nos propone espejos velados por una cierta distanciada ternura y la pasión más activa para nuestro verdadero rostro interior, allá, en el nivel más profundo de la hondura. Ante su mano somos ya “Id”, pulsión viva, descarga de energía, pero, ante todo, el resultado actual de nuestra verdadera biografía.



María Victoria Morales


Poeta y Doctora en arte