J.M. VELASCO, UNA VERDAD INCONVENIENTE

Ante la obra última de José Manuel Velasco nadie puede quedar impasible. Sencillamente el espectador queda implicado en ella de una manera sutil y misteriosa y podríamos añadir que inexplicable. Sabemos que los colores, las formas abstractas, pero hondamente expresivas, que nos llegan, requieren no sólo nuestra admiración ante su perturbadora belleza, sino una manera de adhesión que va más allá de lo razonable. Sólo ese misterio inefable distingue a la obra de arte de la que es mera y académica representación de un estilo, de una escuela o de alguna tendencia.

La razón última de esta evidencia es que el artista quiere transmitirnos un atroz sentimiento de impotencia ante los desastres del mundo actual. Ese brutal y desasosegante sentimiento, esa verdad inconveniente, esa realidad inadecuada que nos muestra y que es una forma de denuncia, nos sobrecoge y al mismo tiempo nos hace daño en lo más profundo nuestra solidaridad con el universo. Que es también la solidaridad ante lo que es ya una realidad particular, individual y comprobable. La tierra sufre, padece, se encuentra enferma (no sabemos si de manera irremediable) por la misma acción de la mano del hombre. Las emisiones de carbono, los gases tóxicos con los que el mundo contamina su medio ambiente ya no son visiones apocalípticas de los agoreros y profetas de la desgracia. Los polos se deshielan, el clima cambia, la tierra se recalienta, los fenómenos naturales son cada día más catastróficos, olas de calor, gotas frías, ciclones que destruyen las costas y ciudades enteras, tsunamis gigantescos, tormentas inusitadas, forman ya parte de nuestra cotidiana actualidad.

An inconveniet trth ha llamado Al Gore, el político norteamericano que se ha convertido en un embajador extraordinario del desastre que viene, al documental con el que se pasea por el mundo tratando de concienciar a la humanidad de lo que todavía podría evitarse si la generación actual toma nota y pone en marcha los medios para evitar lo que parece ser ya una tragedia de dimensiones incalculables. La obra última de José Manuel Velasco bien pudiera formar parte de ese documental pavoroso en el que se muestran con deliberada crueldad, desastres monumentales y catástrofes medioambientales que azotan al planeta tierra. Una hecatombe inconcebible. El planeta azul que llenamos cada día de basura y de mierda. El planeta azul que ya no es azul sino un oscuro y siniestro lugar lleno de fatales augurios. La atmósfera se ha convertido en un inmenso basurero irrespirable que condena a la muerte a millones de especies y condena al tercer y al cuarto mundo a movimientos migratorios sino a la hambruna y a la desaparición.

José Manuel Velasco ha tomado conciencia de esta tragedia que amenaza a la humanidad y apasionadamente lo denuncia en sus cuadros. Decía el maestro Borges que “quien contempla sin pasión no contempla”. Por eso es la suya una denuncia que va más allá de lo real. Un paso adelante de lo que es puramente el ejercicio de un artista comprometido con su mundo y con su momento histórico. Mediante formas que se resisten a ser evidentes, pero que si observamos atentamente sus pinturas, las encontramos al fondo de la violencia y la fuerza de sus colores, en lo más profundo de su mensaje en el que nada es gratuito ni nada es aparente. La enorme fuerza de los cuadros que ahora pinta Velasco tiene su origen en el corazón y en el cerebro de un ser humano que ha comprendido la visión desesperada de esas especies que serán aniquiladas, de esos mares que perderán su rumbo, de esas enormes proporciones del planeta que verán alterada su vida y su subsistencia si no escuchamos la voz de los que advierten que todavía estamos a tiempo de rectificar.

Durante mucho tiempo se ha creído que el compromiso social y político de los artistas pasaba por reflejarlo en su obra de una manera lo más realista posible. De hecho muchos de los movimientos que hace algunas décadas intentaron reflejar las inquietudes de los creadores sobre su entorno histórico, social y político, se agruparon en lo que se denominó realismo social. Diversos creadores y en todas las formas artísticas, ya sea el hiperrealismo, el neorrealismo y el realismo sucio literario, lo que han querido es ir desnudando lo que era accesorio para dejar sólo lo esencial. Por eso José Manuel Velasco, que ha evolucionado desde un expresionismo figurativo y arquitectónico hasta llegar a esta desintegración de la materia que es este expresionismo abstracto, profundamente poético, que ahora nos muestra, ha querido ordenar sus prioridades artísticas por medio de la nueva libertad que da a los materiales que utiliza. El color y el trazo que desbarata y depura el mensaje último de sus impulsos, de sus preocupaciones y de sus proféticas visiones de un mundo en destrucción.

El espectador no encontrará en esta obra última de José Manuel Velasco, los rostros, las arquitecturas desdibujadas, las catedrales llenas de misterios y de arcanos, que no hace mucho tiempo trazaba con seguridad y acierto. Ahora tendremos que encontrar la razón definitiva de su diálogo con una naturaleza que se destruye y con un mundo desfalleciente. Pero estoy seguro que esos extraños pájaros que pasan por sus cuadros, moribundos y heridos, pueden ser un colibrí que emigra, una paloma de la paz que huye, una alondra fugitiva, o un pez que agoniza en el fondo de un océano condenado a la desaparición. Una verdad inconveniente que nos pone, en definitiva, en estado de alerta.

¿Y qué otra cosa puede hacer un artista? Sólo lo que aquí, en la obra de José Manuel Velasco encontramos. La transmisión de su propio sentimiento, hecho color y forma, de desolación, de angustia y de anonadamiento. Esos heraldos negros, escondidos en el fondo de sus cuadros, que nos informan que nuestro mundo está en peligro. Sólo su vocación de belleza puede avisarnos de un presente desasosegante y de un futuro incierto.



José Infante


Torremolinos 9 de Octubre de 2008