La belleza ni siempre es evidente ni es canónica siempre. A veces se acerca disfrazada, por caminos sesgados, obedeciendo a direcciones que alguien le marca de dentro a fuera y de abajo arriba. Cuesta trabajo abrir los ojos bien y mirarla de frente, como es imprescindible para verla... ¿Quién la define? ¿Quién puede definirla? ¿En qué manos se halla en exclusiva su armonía, su expresividad, su gozo último, la contagiosa luminosidad que ella rezuma?

El arte, todo arte, aspira a la belleza. Pero qué distintas facciones la dibujan cada vez que aparece. Qué inefables su rostro y su silueta. Qué diversos los caminos, los trazos, los colores a través de los que se nos acercan. Qué diferentes sus modos de llamarnos, de pronunciar en voz baja nuestro nombre. Qué personales su identificación, su emoción y su entrega. Qué avasalladora su exigencia de coloración, su exigencia de ser recibida: en ocasiones no a favor sino a pesar de todo.

La pintura de José Manuel Velasco tiene una honda y ácida y fértil y misteriosa vocación de belleza: de esa propiedad de las cosas que nos mueve a amarlas y a acercárnoslas, y que ha dejado de ser visible para casi toda lo totalidad de nuestro mundo. Sólo los susceptibles de ser golpeados por ella, los pacientes ante su enigma, los dispuestos a quedarse y olvidarse la encontrarán aquí. Nadie ha dicho que el hallazgo sea fácil; que sea fácil domesticar a la Quimera. Ante estos cuadros hay que detenerse humildemente, y esperar que ellos mismos, cerca de nuestro oído atento, pronuncien su palabra.



Antonio Gala